Con el tiempo te fueron domesticando. Empezaste a ver el mundo con anteojos impositivos. Las cosas, si bien todavía no cumplían las funciones que el mundo les imponía, te servían para fines sí impuestos por tu entorno. De esta manera, te viste obligado a valerte por vos mismo. Ya nadie te alzaba para lavarte los dientes. Silla y, si tenías suerte, el perro te acompañaba. El fuego y los cuchillos se volvieron permitidos a fuerza de la necesidad. Te convertiste en un ser humano de bolsillo que guardaba en las formas su horadada esencia. Qué fue de tu escencia, flaco? Permanece en el mundo a la manera de aquellos espíritus que se niegan a cruzar al otro lado?
De alguna manera, la música siempre estuvo presente. Si ves las fotos, te vas a dar cuenta que muchas de las ofrendas recibidas en navidades y cumpleaños tenían que ver con la música. Cabe la pregunta: "De qué se quejaban, entonces?". Tal vez esos instrumentos fueron de las pocas cosas cuyo funcionamiento tradicional entendiste con rapidez. Aunque eso no significa que no hayas intentado usar un micrófono y su cable como polea. Probablemente no recuerdes ya la sensación de la música en aquellos tiempos. Dejame que te recuerde, se te aparecía como algo más fácil de comprender que el resto de las cosas. Tenía más sentido para vos.
Tu estética tuvo siempre que ver con mezclar absolutamente todo. Cuantos más elementos pudieras meter, mejor. Pero nunca una rata-paloma. Siempre los elementos estaban justificados por algún sistema propio. Sé que todavía te acordás de lo mal que se veía a través de esos dos agujeros miserables. No te olvidás del olor del plástico de quelonio, de tu respiración que no tenía por donde escaparse y de cómo se condensaba en ese plástico maldito. Al sacarte esa máscara no podías evitar pasarte una toalla por la cara. O una frazada, o la remera o el respaldo de un sillón.
Te acordás de la enormidad de este perro, flaco? No, sé que no te acordás. Era demasiado grande. Era inabarcable. Sólo podés recordar lo que entonces percibías. Una maraña de rulos que se rebelaba contra las formas tradicionales de la materia. Sólo eso recordás. Rulos negros y una lengua roja.
Sin embargo sé que te acordás muy bien de este otro. Este fue tuyo. Fuiste vos quien limpió sus heces, quien le daba amor incondicional, ese amor de niño que no se compara con nada de lo que pueda venir después. Ese perro dormía con vos, y no te importaba el olor que tenía. Algo que no te podés borrar es el día de su muerte. Fue tu primer acercamiento real y sentido a lo incomprensible de la muerte. Tu esencia todavía pueril se rebelaba contra una realidad entonces inexplicable. Y que permanece como inexplicable para cierta parte de la humanidad. Para la parte honesta.
Con el tiempo tu niñez se volvió buena observadora de los adultos, y quisiste imitarlos, quisiste ser ellos. Empezaste a darme a luz
muy de a poco, sin pausa pero sin prisa. De repente te interesaba escalar hasta lo más alto. Lo más alto, claro está, era lo más alto que vos pudieses llegar. El problema sobrevenía cuando llegabas y te dabas cuenta de que si querías volver a ver al mundo, indefectiblemente ibas a tener que bajar. Los descensos siempre te fueron penosos, significaban abandonar esa posición superior para volver a ser persona, porque nunca pudiste prescindir de las otras personas. Y eso estaba bien. No siempre te siguieron de atrás quienes desconfiaban de tu capacidad. O querían cuidarte. Lo mismo daba. En algún punto, es la misma cosa.
Seguro recordás la sensación de andar en bicicleta. La sensación que tenías las primeras veces que agarrabas velocidad. Era ir más rápido de lo que nunca habías andado. Tal vez la primera sensación de poder conciente. Tu velocidad dependía de vos mismo. No tenías a dónde ir, realmente, pero no importaba demasiado. Recordarás dando vueltas en grandes círculos en una cancha de fútbol, intentando ir más y más rápido. El viento te hacía doler las mejillas, pero la sensación de poder era insaciable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario