jueves, 2 de septiembre de 2010

Del suicidio



En un día como este, en el que todo se aparece como pesaroso y desgraciado, dan ganas de romper en muchos pedacitos el contrato tácito que mantenemos con el universo. Este contrato regula, básicamente, hasta qué punto es digno permanecer con vida.
Cuando se es desgraciado en todos los aspectos de la vida, no hay que pensar demasiado. El suicidio es casi un impulso que, como toda obviedad, prescinde del fundamento de la razón. Tengo muchas razones para mantenerme con vida. Pero ninguna de todas ellas tiene que ver con la belleza o felicidad u otros axiomas de signo positivo que la vida ofrecería. Tiene que ver siempre con potencias.
Más de una vez, en la madrugada de algún sábado, decidí después de esperar largo rato el colectivo, tomarme un taxi. Cualquier ser humano consciente de las miserias del mundo sabe lo que ocurre cuando esa voluntad de esperar y esa fe ciega en el advenimiento del colectivo empieza a flaquear. Ni bien pares ese taxi, justo al momento de cerrar la puerta y comunicar tu destino, sabés, porque lo sabés, que te vas a dar vuelta una última vez para ver si el colectivo se manifiesta o si tu espera fue inútil. Y sabés que siempre aparece. Una milésima de segundo después que el taxímetro se ponga en movimiento podés ver el cartel luminoso reflejado en los tres espejos, y si tenés la suerte suficiente, el colectivero se pelea con tu taximetrero.
Entonces, que nadie me venga a decir que en ciertas religiones uno puede llevar una vida licenciosa durante 60 años y cinco minutos antes de morir, todo se soluciona con unas ligeras disculpas con el amo del universo: MINGA. La realidad es la retrogradación exacta de esto último. Después de manifestar paciencia, fe y esperanza durante horas, por un sólo (pero determinante) momento de debilidad, uno se va en taxi al infierno.
Con todo esto quiero decir que una de las razones para no matarse es esta: Es casi seguro que el mundo mejorará justo después de saltar. Es de cajón que un segundo después va a sonar el teléfono con tres o cuatro ofertas laborales de esas que dan gusto. Es inexorable que mientras te precipites con una aceleración de poco más de 9,8 entre los pisos 5 y 4 te vibre el bolsillo, que por alguna razón todavía contiene el teléfono que recién entonces recibe un mensaje esperado. Además, el innombrable es tan juguetón que te da tiempo para leerlo justo cuando ya no podés arrepentirte de la decisión tomada. Y, para cantar bingo, el innombrable se aparece, echando por tierra toda angustia existencial.
Qué puede hacer uno para posponer el suicidio? Este tipo de idioteces. Escribir un blog. Caminar hasta la próxima parada. Volver a la anterior. Comentar con algún otro que esté esperando "Qué ganas de tomar un taxi eh!". A lo que el otro contestaría: "Aguante, amigo..aguante. Paciencia y trabajo, la gracia siempre está por venir". Tal vez encontrar alguna señorita digna de ser vista, y decirle "Que rico el helado de pistacho, no?". Pregunta que no será respondida. Como si esa chica se encontrara menos sola, menos sucia, menos desahuciada, menos harta de esperar.
Hay alguna razón para no rebelarse contra la imposición que es la vida? No. Ninguna. Por qué sigo viviendo? No sé. Es entonces que me dan ganas de repetir algo que dije hace como siete años: Cuando muera, que no se diga que no le di a este mundo el beneficio de la duda, cuando negárselo era indudable.


G.-


PD: Prometo algo más serio sobre el suicidio, alguna vez, cuando el humor no sea necesario y el suicidio no sea tentador.



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