Todos los objetos que constituyen el universo fenoménico y perceptible se empeñan, en un magnífico trabajo de equipo, en demostrarme de manera indiscutible que soy un extraterrestre. Pero no de esos extraterrestres que con voz ronca y muecas bien estudiadas nos hacen reir, ni tampoco de esos con ánimos de erigirse como reyes de la tierra. Todo lo perceptible, en franco y confeso convenio, me dice en letra imprenta y mayúscula que yo soy un extranjero. Que el mundo es así, y no nos gusta que sea así, pero nos gusta que no cambie.
No. Yo no les voy a dar el gusto. O no me importa si significa un gusto o no. Yo no voy a dar el brazo a torcer. Uno elige cuando parar, pero también uno elige cuando no parar. Yo no quiero y no puedo parar. No me van a ganar. Ninguno de ustedes y su estado de las cosas me va a desmoralizar ni mucho menos hacerme abandonar. Sí se puede romper el techo con la cabeza. Me ocuparé de encontrar gente que no esté loca, como todos ustedes, que me acompañe y a la cual acompañar. Pase lo que pase, no voy a parar ni a dar siquiera un amague de paso hacia atrás.
Cuando el cansancio se acumula me gusta pensar que en realidad estoy muerto. Que nada importa verdaderamente demasiado y que está bien que a nadie le importe mucho ninguna cosa. Gusto de escuchar música anestésica que de la sana sensación de estar fuera del mundo. Mirar televisión. Mirar televisión! Por ahí va! Esa es la que va. La prendo y todos ustedes se van a recagar fuego. El universo de fenómenos complotantes en mi contra pueden reventar de una buena vez por espacio de media hora con interesantísimos espacios publicitarios de cinco minutos cada cinco minutos.
Y en última instancia, si no hago nada, ¿Quién me va a venir a decir algo? Si nadie o muy pocos han hecho realmente algo. Si casi todos sucumben en algún momento, o desde el principio, a su propia comodidad. NO. Por qué no? Es lo que hay que hacer para ser uno más. Para no sentirse sólo nunca más. Lo que hacen los demás. Adaptarse. No es tan difícil. Te dejás de romper las pelotas y te ponés un collar en el cuello. Cada tanto te olvidás de Jauretche y cambiás el collar. Algunos lo cambian cada año porque parece que si no, se desvaloriza. Y mirá que bueno que está esto, aún no habiendo hecho nada, te podés quejar, aparentando así que te importa, casi dejando la sensación de que, de alguna manera, algo hacés.
No sé por qué. Pero no. Por ahora no. Mejor dicho, no. Sólo no. Y si me muero, me muero. De cualquier manera nunca me acostumbré a vivir. En el fondo, muy en el fondo, uno sólo quería que lo taparan de noche. Que de vez en cuando, te den algún gusto. Y lo hicieron! Lo hicieron! Si, pero por qué la inconformidad? Dónde está el límite entre la búsqueda de mejorar y el ser un infeliz crónico? ¿En qué momento se convierte uno en un hijo de puta?
De última, si me canso mucho, me hago amigo de Altamira y juntos prendemos fuego todo este puto mundo que no se deja reconstruir. Sospecho que no es demasiado selectivo con sus amistades. Tampoco con sus enemigos. Igual, sobre el pucho también lo haría cagar fuego al sorete de Altamira.
Y sobre todas las cosas, la incapacidad de amar. Irse a dormir más borracho y enfermo que nunca, sin poder vomitar.